Cuando el local se llama El Hoyo
pido pernil
que es un planeta nutritivo
flanqueado por dos satélites recién hervidos
o dos papas cocidas sin gesticulaciones.
Pido
con gran solemnidad grandilocuente
por la dorada sed de los años permitidos
y con la venia respetuosa del pipeño
más justiciero que haya en las bodegas.
Eso se hace antes de que arrecien los primeros goterones
que son los recuerdos alevosos de mi lejana patria
con sus estaciones intermedias y andenes terminales de la guerra.
Mastico seriamente con sinceridad pomposa
entre todos los cantores de las mesas
al compás de las baladas que lloran las copiosas
la Palmenia,
la Chabuca
o la Merello.
Y mirando las caderas cadenciosas de las mozas
pago la cuenta atendido mi previo requisito.
Al terminar,
tal como lo demanda la costumbre
exijo el terremoto con su grado húmedo
y la réplica en picada como un meteorito.
Le explicaré a la vieja, con calmantes,
que la demora no ha sido por fallas del ferrocarril
si no por motivos importantes;
porque era impostergable el trámite
porque era urgente y apremiante cumplir
con el rito meritorio del recuerdo anónimo
que no conoce nadie y por lo mismo
lo exigían los fantasmas de mi padre y sus amigos,
la sombra de mi abuelo, la hora justa del crepúsculo
o sea por un respeto mínimo a los muertos
y a la memoria de todos los hombres de la casa
que habité cuando era sólo un niño.